lunes, 6 de septiembre de 2010

Cuenca Encantada

Recreación onírica del encanto conquense

Texto: Juanra de Luz
Imágenes: Christian Álvarez Patón,  Juanra de Luz, Reke_Ride, Valentín Jaramillo, Llanos López Moraga y Enrique Martínez Gil


Enclavada en la encrucijada de tres tierras, tríada de paisajes diferentes, mostrándose al visitante sobresaliendo de un tríptico de espectaculares vistas panóramicas de fisonomía y tonalidades distintas con perenne aroma a pinos.


Pinares que se extienden hasta donde alcanza la vista, aguas cristalinas de color verde esmeralda, entre cañones de piedra y roca cincelada por el viento escultor, conforman la Serranía.


Engendrada, la Alcarria, por arcilla roja, cerros de barro cocido, haces de mimbre puesto a secar y perfumes a romero, tomillo y espliego.


Infinitas planicies doradas de cereal con música ambiental de chicharras en el estío configuran la Mancha.


En la tierra de la alfarería en barro y de calderos cobrizos, de tripas de cordero enrolladas en ramas de sarmiento, de migas, de gachas y de morteruelo de caza menor, de queso curado de oveja y de vino, buen vino, en la tierra convertida en el mar de Jorge Manrique, marcada por las huellas de batallas entre íberos olcades y romanos; entre moros y cristianos; entre reyes y señores; entre lugareños e invasores franceses; entre republicanos y nacionales, en la tierra pisada por ovejas trashumantes por las cañadas de La Mesta y por los cascos de Rocinante, en la tierra donde habitaron nobles caballeros de ilustres linajes, cuna del Cardenal Gil de Albornoz; del Condestable don Álvaro de Luna; de Fray Luis de León; de don Alonso de Ojeda, de los hermanos Valdés


En la tierra de la Orden de Santiago y del monasterio de Uclés, el Escorial manchego, de castillos como Alarcón, Belmonte o Garcimuñoz, de plazas porticadas de soportales y de casas palaciegas edificadas en el erial segado por el sol, en la tierra salpicada de molinos de viento, llagada por cañones y por hoces como las del río Gritos, Palomera o Beteta, junto al flanco oriental de la antigua frontera medieval con los dominios mahometanos, en el tramo comprendido entre La Melgosa y Villar de Domingo García de la ruta comercial, utilizada desde el Neolítico, de la lana, la sal, el ámbar y otras mercancías desde los puertos del Levante -Lucentum, Cartago Nova- hasta Tierra de Campos, se erige la impresionante ciudad de Cuenca. Cuenca colgada al cambiante cielo, que se muestra al peregrino cuando alza la vista. Edificada en las estribaciones de la serranía, sobre el serpenteante filo pétreo entre las hoces de los ríos Júcar y Huécar. Fantasía urbanística y paisajística, asomada con vértigo a estos dos abismos, bastión inexpugnable en lo alto del sinuoso roquedo, construida sobre las simas profundas de las rocas, rocas que asemejan procesión de gigantescos monjes encapuchados, esculpidos en las cárcavas por el viento y por la lluvia, rocas que, durante el crepúsculo, adquieren formas que los chiquillos juegan a adivinar. Enclave iniciático como Stonehedge ibérico, peñón surcado por túneles y pasadizos secretos en los cuales, dicen, se refugio Viriato, Dux Lusitanorum, disco solar sobre el que bailaron las Napeas, ninfas de las cañadas, Taurobolio de sacrificios paganos con sangre de astados y genitales de bóvidos recogidos en vasijas de barro con forma de toro, que aún hoy se dispensan en las tiendas de artesanía y cerámica. Imaginada como la turca Licia, ciudad sagrada y necrópolis preromana, romana y tardorromana, edificada sólo con templos y habitada sólo por oráculos, sacerdotes y sacerdotisas, dedicadaos a cultos orientales practicados en Hispania, visitada el equinoccio de primavera por los pobladores de la comarca en periódicas peregrinaciones ascendentes para presenciar y ofrecer sacrificios a Venus, a Cibeles y a Athis, embriones de las procesiones cristianas actuales. Campanario que albergó las siete campanas de bronce de San Paulino de Nola que repicaron durante ochocientos años. Taller de influencia bizantina de eboraria, esmaltes y orfebrería.



Cuenca, sus casas y tejados son prótesis de las interminables paredes de piedra calcárea, como cristales de cuarzo en el granito. Los balcones voladizos se extienden sobre el vacío, sobresaliendo más los segundos pisos que los primeros y, aun más, los terceros que los segundos, como castillos de naipes invertidos. Graznidos de grajas por el día, escalones y más escalones, interminables escalinatas empinadas que conducen a conventos y ermitas superpuestos, callejuelas estrechas de judería, plazas recoletas y recodos de sillería por donde el viento arrastra conjuros por la noche. Ciudad encantada, paisaje mágico, morada de hadas y duendes, de gatos y de lechuzas, habitáculo de brujas tocadas con pañuelos negros, de chimeneas retorcidas en los tejados de casas de cuento, con fachadas inclinadas y ventanucos asimétricos, donde se pueden ver, a la luz de candiles de aceite, a las bellas muchachas desnudas de Lorenzo Goñi. Hiedra que enrojece y chopera que amarillea en otoño junto al verde Júcar, romántico paseo novecentista sobre el que se yergue el Casco Antiguo, que se muestra para que sean recorridas sus callejas empedradas y sus bellos rincones, cargados de historias, leyendas y chascarrillos.


El viajero puede empezar su paseo desde lo más alto e ir bajando poco a poco. Arriba, en la cumbre, Cuenca toca la naturaleza tallada con dos espectaculares hoces, meandros de roca que culebrean hasta el horizonte, igual de bellas tanto en días soleados, como cuando amenaza tormenta o el paisaje se cubre de nieve. El visitante traspasa el Arco de Bezudo sobre un antiguo foso, tal y como, dicen, lo hizo el rey Alfonso VIII de Castilla sobre su caballo, seguido por sus magnates y por un cortejo de señales y estandartes, cuando entró en la ciudad recién ganada. El castillo en la cima, fortaleza musulmana, arrasada por los Reyes Católicos, con reminiscencias de palacio de la Alhambra granadina, siendo el barrio de Tiradores su Sacromonte, el de San Martín su Albaicín, y la Puerta de Valencia y calle Tintes su carrera del Darro, para llegar al tranquilo barrio del Trabuco, donde la razón se contradice con los sentidos, que indican que se está en el Medievo, allí se encuentran la iglesia de San Pedro de planta octogonal y el antiguo convento de Las Carmelitas.
 

Más abajo, el caminante pasea por la calle de San Pedro, vestigio del pasado noble e ilustre de la ciudad, con sus casonas palaciegas, de fachadas blasonadas, adosadas en la cuesta adoquinada, y por las rondas del Júcar y del Huécar, zigzagueantes por la silueta del roquedo, antaño deambulatorios de la muralla, puestos de vigía de ballesteros armados, asombrosamente parecidas al cercano Albarracín o a la gascona Aux, cuna del insigne mosquetero D´Artagnan. Lugar de la leyenda del Cristo del Pasadizo que relata como en el siglo XIV, un apuesto jornalero de familia humilde enamorado perdidamente de la bella Inés, agraciada hija de una familia de la alta sociedad conquense, acudía todas las tardes a cortejar a su amada en la reja del pasadizo. A su regreso de las guerras de Italia, recubierto de honor, después de servir dos años como soldado en el ejército de don Carlos, por la divina clemencia Emperador semper Augusto, al acudir a la reja para reencontrarse con ella, halló su puesto ocupado por otro pretendiente que se andaba en galanteos con la bella joven. Los dos cortejadores se enzarzaron en una violenta refriega a espada hasta que el usurpador atravesó al soldado con su acero y en su huida desesperada, perdió pie y se despeñó por las rocas, estrellándose contra los Hocinos que jalonan el cauce del río Huécar. Inés, atormentada, se recluyó en el Convento de las Religiosas Justinianas, para hacer penitencia y redimirse de sus pecados, pasando el resto de sus días como monja de clausura rogando por la salvación eterna de ella misma y de aquellos jóvenes cuya muerte causó.


En la hoz de poniente, la ronda del Júcar conduce hasta la bajada a la Ermita de las Angustias, extramuros de la ciudad, escalinata, de vueltas y revueltas, esculpida en la roca rezumante de agua con colgaduras de hiedra, que conduce al santuario, enclavado en una plazoleta resguardada bajo una pared de piedra de proporciones gigantescas. Decorado natural de la leyenda del apuesto galán don Diego, reconocido conquistador y mujeriego, para vergüenza de su adinerado padre, que cortejó a una joven y bella dama, de nombre Diana, que había llegado a Cuenca. Ella se rindió a los encantos y a la galantería del caballero, y accedió solícita a que D. Diego la llevará, una noche tormentosa de Difuntos, al Santuario de las Angustias, donde el joven galán descubrió, al levantarle la falda a la preciosa muchacha, que, en lugar de unas suaves y delicadas piernas, misteriosamente se distinguían unas peludas y negruzcas patas de macho cabrío. Preso de la desesperación, D. Diego corrió despavorido, yendo a aferrarse a la Cruz de piedra de los Descalzos, rogando a Dios que le perdonara por su vida disipada. Tan compungido estaba, tal fue la intensidad de su contrición y su anhelo de perdón, que dejó en ella la huella de su mano. La cruz con la marca de la mano todavía se encuentra en dicho paraje.

El puente de San Pablo, forjado de hierro, que conduce al antiguo monasterio del mismo nombre, actual Parador Nacional de Turismo, mareante tránsito suspendido, que añora su pasado de piedra y cánticos de monjes paules. El barrio de San Miguel sobre el Júcar, los Rascacielos de San Martín y las Casas Colgadas, pagoda castellana, sobre el Huécar, se muestran ante el visitante como una simbiosis entre intrincada naturaleza pétrea y desafío arquitectónico, hermanando a Cuenca con Meteora.




Anexa a las Casas Colgadas, se encuentra la Casa de la Sirena, de donde, dice la leyenda, surgen, cuando el lugar se halla sumido en el silencio de la noche, cantos similares a los de las sirenas del mar, por lo que las gentes empezaron a llamar de esta manera a la casa de donde provienen, algunos los atribuyen al viento silbando entre las grietas de las paredes de piedra, otros lo achacan al siseo de las hojas de los árboles que crecen junto al río Huécar, sin embargo, hay muchos que aseguran proceden de los lamentos de Catalina por su hijo. Las romanzas populares han traído hasta nuestros días como en tiempos de las disputas entre los hijos del rey Alfonso XI de Castilla, don Pedro y su hermano don Enrique, este último visitó Cuenca. Cuentan como a su llegada el Infante quedó prendado de una joven conquense llamada Catalina, a la cual pretendió y cortejó con ardorosa intemperancia, hasta llegar a raptarla y llevarla consigo a sus aposentos anexos al Palacio Episcopal, donde convivieron en pecado, hasta que don Enrique tuvo que partir de Cuenca, abandonando a Catalina y al niño que esperaba. Pasado un tiempo, don Enrique llegó a ser rey, nadie en la corte sabia de sus amores con la bella joven, ni del niño que tuvo, que se llamó Gonzalo Enríquez. Magos, hechiceros y adivinadores pronosticaron al monarca castellano un sufrimiento igual al que infirió a su hermano don Pedro, previniéndole sobre el peligro que acechaba a su primogénito y heredero, pues el mayor de sus hijos naturales heredaría sus bienes y su reino. Movido por esta inquietante premonición, ordenó a su gente de armas matar al hijo de Catalina. Prestos y diligentes los soldados arrebataron al niño de los brazos de su madre sin atender a sus súplicas de piedad.A lo largo de las noches posteriores, los lamentos de Catalina se escucharon por toda la parte alta de la ciudad. Una triste vigilia, perturbada ya su razón, Catalina creyó escuchar a su hijo llamándola desde el otro lado de la hoz, se levantó resuelta y llena de gozo, corrió hacia los balcones y se lanzó al abismo, impulsada por el anhelo de reunirse con su niño, imaginando, en su delirio, un camino tendido hacia el lugar desde donde provenía la voz.Los sollozos de la joven se oyeron clara y nítidamente durante mucho tiempo, dicen que todavía hoy se escuchan en las terrazas del Huécar. Una de cuyas fuentes, es el origen de otro chascarrillo popular, pues tiene dos caños que provienen de manantiales distintos, sólo uno de ellos vierte, con una cadencia lenta, que produce la sensación de ralentización del tiempo, intermitentes gotas de agua con propiedades medicinales, que aseguran alargan la juventud, basta únicamente echar una ojeada a los perros que visitan el bebedero, de inusual edad longeva, y a sus ancianos dueños, para que el dicho se haga creíble.


En este recorrido, en el que la realidad y la fantasía, el pasado, el presente y el futuro se funden, el visitante llega a la Plaza Mayor, con olor a pólvora y a sardina allá por la vendimia, improvisado ruedo por el que corren mozos con pañuelos manchados de vino y vaquillas enmaromadas, frente a la Catedral, prototipo de transición del románico al gótico, de influencias gasconas y borgoñonas, todavía imponente y bella, cinco extranjeros entrarán en el templo / su sangre llegará a la tierra a profanar, anunció Nostradamus y cinco fueron los soldados de Napoleón que entraron en la templo catedralicio y destrozaron la custodia de plata de Becerril, enterado del hecho su general, Auguste Jean Gabriel de Caulaincourt, envíado en julio de 1808 con una columna de distintas armas para sofocar la insurrección que había estallado en la Provincia de Cuenca,, con su propia espada dio muerte a sus hombres allí mismo, manchando con su sangre el suelo de la Catedral. La seo conquense tuvo que soportar rayos e incendios y el hundimiento de su torre del Giraldo, llegando hasta la actualidad desmochada de sus cinco altivas torres con sus respectivos chapiteles, rematado el central, sobre el crucero, con un ángel trompetero de oro, heraldo del Apocalipsis, aún hoy llaman a este torreón como Torre del Ángel.

Al salir de los arcos del Ayuntamiento, se encuentra la Torre de Mangana en la plazoleta abrasada a la solana, mitad reloj de sol, mitad carillón de eterno y periódico soniquete de campanas, como antiguo minarete mahometano, con ecos del canto del almuédano al despuntar el alba, sempiterno testigo del paso del tiempo y de los tiempos.La Calle Ancha o de Alfonso VIII, unas veces tranquilo remanso de procesión de capuces y tulipas con velas encendidas, al son de estruendos acompasados de horquillas sobre el empedrado, otras aguas bravas de turbos ebrios, que con insultos de tamborrada y burlas de “clariná” destemplada, interpretan el escarnio a Nuestro Padre Jesús Nazareno al alba del Viernes Santo. Teatro irreverente y sacrílego que calla sólo un momento, el momento que dura en la plaza de San Felipe, el Miserere de Cuenca. Silencio denso y respetuoso que envuelve a toda la ciudad, caída ya la noche, cuando tiene lugar el solemne sepelio de Cristo, santo entierro de su imagen yacente sobre la fría piedra del Calvario, al que brinda escolta de honor, birretas y mantos de cruz sobrepuesta, los Caballeros del ilustre y antiguo Cabildo desde tiempo inmemorial, hasta finalizar en la iglesia de San Salvador, templo de pasado aún por desentrañar, cercano al pórtico de San Juan, situado sobre una bella escalinata que sube desde la frondosa chopera que cubre las márgenes del río Júcar, donde se encuentra la piedra llamada “del Caballo”, sobre la cual dicen que, cuando llegó a Cuenca, paró su blanco corcel el apóstol Santiago. Puerta que, cuenta otra leyenda, sirvió de acceso a las tropas cristianas para tomar la escarpada plaza, la cual llevaban meses asediando. Penetraron a hurtadillas los peones y lanceros, disfrazados con lana de ovejas, guiados por el pastor Martín Alhaja, provisor del paso desguarnecido.


Una vez finalizado el recorrido en el llano, al volver la vista atrás, se contempla la espectacular panorámica de Cuenca, enlomada sobre el baluarte serrano, desde donde se pueden apreciar los restos de las murallas concéntricas que rodeaban el Monte de Venus desde la parte baja, antaño inundada por una gran albufera artificial, obra de los maestros hidráulicos andalusíes, hasta el barrio alto.

Cuenca eterna.